Visita al corazón bélico de EEUU

Ha pasado una mala racha, pero ahora está en pleno funcionamiento y ha aumentado su plantilla. Es la primera vez que la visitan dos periodistas extranjeros. En el corazón de la América profunda, la que más quiere a Bush, la planta de McAlester no deja de producir bombas y explosivos. Como nunca desde que se fundó, hace 60 años. Es una inmensa ciudad conectada por 320 kilómetros de vías férreas. Sus obreros se sienten patriotas, quieren cerrar las heridas del 11-S y dar una lección a Sadam o a cualquier otro enemigo de la libertad. Su libertad. El suyo es un gran negocio.

Por Peter Hossli Fotografías de Robert Huber

Es divertido fabricar bombas. “Sí, tengo un trabajo muy bueno”, dice Carol, sonriente. Esta antigua enfermera es uno de los más de mil trabajadores de McAlester Army Ammunition Plant, el centro neurálgico de la maquinaria bélica estadounidense. Carol retira cuidadosamente, con un pincel, los restos de explosivo del recubrimiento de acero verde oliva de una bomba casi terminada. Después, con una bayeta, limpia de polvo y otras partículas la tapa del detonador. A continuación, da un fuerte empujón al proyectil de 1000 kilos para que siga avanzando en la cadena de montaje, hasta que una compañera suya lo detiene y lo cierra definitivamente con cuatro tornillos.

Desde septiembre de 1943, el Ejército estadounidense encarga a esta planta de Oklahoma –a tres horas en automóvil de Dallas, hacia el norte– la fabricación de casi todas sus bombas no atómicas. Es decir, de los explosivos que, a diferencia de las armas nucleares, se utilizan con regularidad.

Por la tarde, Carol se va a casa satisfecha. Después de los atentados terroristas del ii de Septiembre, renunció a su empleo fijo en un hospital y solicitó trabajo en la fábrica para “ayudar a mi país”, en sus propias palabras. “Antes, como enfermera, me dedicaba a salvar vidas. Ahora fabrico bombas. Puede que sea una paradoja, pero este explosivo salva a más personas de las que mata”. Carol señala con un gesto el MK-84 de aspecto fálico, tres metros de largo y una tonelada de peso. “Nos garantiza la paz”, concluye.

Carol, que desea que se mencione sólo su nombre de pila, conoce el oficio. Ya había trabajado en la cadena de montaje a finales de los 60. En aquella época, la McAlester funcionaba ininterrumpidamente. Todos los días salían 6.000 proyectiles de sus instalaciones de 233 kilómetros cuadrados (equivalente a 32 campos de fútbol) en dirección al sudeste asiático. Más adelante, la producción se redujo considerablemente. Era la época de la Guerra Fría, que se libraba en los despachos. En 1998, se decretó una reducción de plantilla: los pilotos estadounidenses atacaban con muy poca frecuencia, y bastaba con tener la planta en funcionamiento cuatro días por semana.

Ahora, el personal hace turnos extras los viernes y los sábados. Muchos están convencidos de que EEUU va a declarar la guerra a Irak. Mark Hughes, el encargado de prensa, no está autorizado a confirmar si la planta funciona a marchas forzadas. “Como únicos fabricantes de un producto que tiene mucha demanda, ahora estamos muy ocupados”, contesta con diplomacia.

La discreción es la principal consigna. Durante años, la prensa no pudo acceder a estas instalaciones. Nosotros somos los primeros periodistas extranjeros que han recibido autorización para visitarlas. Este cambio se debe al coronel Hewitt, al mando de McAlester desde junio de 200i. “Los medios de comunicación suelen informar únicamente sobre los soldados que tenemos en el frente”, dice el coronel. “A mí me gustaría mostrar lo patriotas que somos, cuál es nuestra aportación a la defensa”.

Sin embargo, no podemos desplazarnos libremente por la fábrica. No estamos autorizados a fotografiar ni anotar los números que identifican cada edificio. No se nos dice la cantidad ni el tipo de bombas que se fabrican. Sólo contemplamos algunas etapas de la producción. Está vetada, por ejemplo, la “cocina”, donde se elaboran explosivos como el TNT y el PBX. “Vuestros artículos equivalen a decir a los terroristas: ‘Hola, aquí estamos, venid a atacarnos’”, protesta un trabajador. Han mantenido el anonimato durante 60 años. Ni un presidente ni un secretario de Defensa los ha visitado jamás.

A raíz del ataque japonés por sorpresa a Pearl Harbour, en 1941, el Congreso decidió dedicar una zona tres veces mayor que Manhattan, situada a i0 kilómetros del pueblo de McAlester, a la fabricación de todas las bombas convencionales. El lugar estaba bien elegido: la antigua ciudad dedicada a la minería del carbón está situada en un punto central, con buenas comunicaciones. Y fuera del alcance de tiro de los barcos enemigos.

En i8 meses se construyeron más de 2.800 edificios; en la actualidad, alrededor de 2.200 de ellos son bunkers destinados al almacenamiento. En caso de emergencia, debe ser posible enviar a las tropas 400 contenedores al día. Este inmenso arsenal incluye desde las granadas de tanque de 20 milímetros hasta las bombas penetrantes de dos toneladas y media que destruyeron los escondites subterráneos de Afganistán. Brian Lott, el jefe de ventas, calcula que el valor de las existencias en stock asciende a 7.000 millones de euros. El encargado de prensa “ni confirma ni desmiente” que también tengan cabezas nucleares preparadas.

Son algo más de las cinco y media de la mañana. Hace frío y todavía no ha amanecido. Un flujo constante de todoterrenos y camionetas abandona la autopista 69, que enlaza Dallas con McAlester. Giran a la derecha a 50 metros de la puerta de entrada, protegida con bloques de hormigón de la altura de una persona. Dos trabajadores de una empresa de seguridad privada detienen los automóviles y los registran. Detrás de esa puerta se encuentra el inmenso terreno de la fábrica, poblado de árboles y arbustos, vigilado por el Ejército y lleno de trabajadores civiles. Los edificios de un gris uniforme dispuestos en interminables hileras recuerdan a las casas y almacenes de las ciudades soviéticas. Están unidos entre sí por 320 kilómetros de vías férreas. Todo tiene un aspecto destartalado.

En el puesto 14, a unos kilómetros de la puerta principal, se ha establecido un segundo control. Los fumadores dejan los mecheros y las cerillas en una caja de hojalata; detrás del puesto se encuentran las fábricas de explosivos. Los trabajadores llevan zapatos con refuerzos de plomo en las suelas, que proporcionan una toma de tierra para la carga eléctrica. También llevan gafas protectoras, y se cubren la cabeza con gorras de color arena, para evitar que un cabello cargado de electricidad estática haga detonar los explosivos.

James lleva tres meses trabajando aquí. Hoy se dedica a recubrir con alquitrán las carcasas de acero. Con una carretilla elevadora, levanta un par de bombas del vagón de mercancía y las deposita delante de él, en un estante de madera. A continuación, engrasa el interior de los delgados tubos. Más adelante se colocarán ahí los detonadores. Se considera afortunado: “Todo el mundo quiere trabajar aquí”.

James, que consiguió su puesto gracias al reciente aumento de plantilla, se esfuerza por producir “únicamente proyectiles de altísima calidad”. El motivo: “Los usan nuestros chicos. Para ellos, lo mejor no es suficientemente bueno”. Utiliza para ello sus fuertes manos. Las bombas están hechas a mano en su mayor parte; pocos pasos del proceso están automatizados. Los trabajadores rellenan con alquitrán las carcasas de acero, retiran lo que sobra, pintan los proyectiles, atornillan las sujeciones para los cazas de combate, preparan y colocan los explosivos, ensartan las mechas de los detonadores y, por último, los sellan herméticamente. Se trata de un proceso bastante sencillo que apenas ha experimentado variaciones desde que se fundó la fábrica.

PESO Y PRECISIÓN.
James usa las dos manos para colgar una bomba de un gancho de hierro. Se balancea, suspendida del techo de hormigón, como una gigantesca mortadela. Una cinta transportadora la lleva hasta una esquina, donde Debbie, una diminuta mujer, atrae hacia sí la carcasa aún vacía y la pesa. Es dos veces mayor que ella y ocho veces más pesada. La balanza de precisión suiza indica que pesa 521 kilos. La siguiente carcasa pesa 522 kilos, y la siguiente, casi 523. El peso en vacío determina cuánto TNT o PBX se debe introducir.

Steve empieza por engrasar el interior con alquitrán. “Es la parte más desagradable”, dice. Hace tres años que trabaja aquí y no tiene quejas. “Sé muy bien para qué sirve mi sudor”. Utiliza una espátula para extender el alquitrán templado en el interior de la carcasa. “Muchas cosas han cambiado desde el 911. Ahora nos dedicamos a trabajar por la libertad”. Según nos cuenta Steve, la moral de los operarios ha subido considerablemente, y ahora todos ponen más empeño. Explica que prefiere trabajar con los detonadores y los explosivos. ¿No le dan miedo los accidentes? “No. Simplemente, hay que tener muchísimo cuidado”.

Un pequeño monumento, colocado en un lugar idílico, a orillas de un lago artificial, recuerda los peligros de la fabricación de armas. Hasta ahora han muerto 25 obreros. El año pasado, un trabajador fue aplastado por un explosivo de una tonelada. Un accidente en i944 se llevó i2 vidas.

Desde hace varias semanas, Steve fabrica bombas del tipo MK-84 de 1.000 kilos, el componente básico del arsenal estadounidense, la multiuso. Si se equipan con un dispositivo de navegación y unos propulsores se pueden convertir en inteligentes. Los bombarderos B-52 y B-i transportan estas armas que deben su efecto mortal a las miles de piezas metálicas que salen disparadas cuando estallan. La fabricación de una MK-84 cuesta 3.500 euros. El precio de la carcasa de acero es de 1.000 euros, mientras que el explosivo y la mano de obra ascienden a 2.500. El sistema de navegación, denominado “el cerebro láser” por los trabajadores, sube el precio a 30.000 euros.

La importancia de las bombas ha aumentado considerablemente. Es necesario que las fuerzas de ataque estadounidenses sean capaces de comenzar las guerras con rapidez y tomar decisiones más deprisa, según exigió en los documentos estratégicos Donald Rumsfeld, secretario de Estado de Defensa, a mediados de octubre. Para él, este armamento, sobre todo el guiado por láser, ocupa un lugar privilegiado. Gracias a él se pueden resolver los conflictos con menos tropas de infantería, y por tanto, con menos bajas. “Nos permiten dirigir las guerras a distancia”, dice el coronel Hewitt, uno de los pocos trabajadores que lleva uniforme. “Son idóneas para destruir los objetivos, y a la vez, proteger a nuestros pilotos”.

El mecanismo de navegación, cuya precisión ha aumentado desde la Guerra del Golfo, está fabricado por Boeing. “Nosotros sólo elaboramos la pieza que hace bum”, explica Hewitt. “Pero también pueden estallar sin mecanismo de navegación. Sin explosivos, el mejor dispositivo de control no serviría de nada”.

Todos se detienen a las nueve para tomarse un breve descanso. Los fumadores se refugian en una pequeña habitación protegida contra incendios. Juegan al dominó sin hablar, con el cigarrillo colgado de los labios. Los no fumadores se toman un café aguado en un vaso de poliestireno. Leen revistas sobre caza, sobre coches y sobre la gente guapa y rica.

De pronto, en medio de un grupo se empieza a debatir el asunto del reportaje. Al principio hablan con timidez, pero poco a poco, las intervenciones se hacen más apasionadas. “Yo estoy a favor. Si estalla la guerra contra Irak, el mundo sabrá dónde está McAlester”, dice uno. “Nuestros productos aportan la ventaja decisiva”, dice otro. James puntualiza: “Aquí no hay nadie que desee la guerra. Pero lo ocurrido el 911 nos despertó”. “Tenemos que llevar a cabo, en Irak, lo que no consiguió el primer George Bush: derrocar a Sadam”. James afirma que está orgulloso de la campaña en Afganistán, donde los productos de la planta fueron decisivos: “A nadie le gusta matar, pero esos bastardos recibieron su merecido”. De repente, un timbre estridente señala el final del descanso.

Las bombas no se deterioran. Después de su fabricación se conservan durante años en iglús subterráneos, y todas se comprueban a intervalos comprendidos entre los tres y los siete años. Algunos de los bunkers están recubiertos de lona empapada en alquitrán, para impedir que los árboles extiendan las raíces y extraigan la humedad. Una válvula de ventilación procura la atmósfera adecuada. En cada almacén hay 250 armas de una tonelada. Un muro de hormigón a prueba de impactos, colocado justo delante de la puerta de acero, haría que una posible explosión dirigiera la onda expansiva en vertical, y no en horizontal. Con el fin de evitar una catastrófica reacción en cadena, los iglús están separados entre sí por 250 metros de terreno.

PLAN DE EVACUACIÓN.
Los edificios de producción están rodeados por 300 barras de hierro de 20 metros de altura, que dirigirían hacia la tierra la carga eléctrica de los relámpagos. Si un tornado o una tormenta barre este terreno llano, la producción se detiene y el personal se dirige al búnker dispuesto a tal efecto. Hay toboganes de evacuación en todos los edificios en los que se almacenan explosivos. Pero todo el mundo sabe que si de verdad ocurriera algo, no habría tiempo para huir.

Junto a un almacén hay ocho camiones pesados. Los remolques no llevan ninguna inscripción. Un inspector supervisa el control, el pesaje y el sellado. Varias empresas privadas se encargan de transportar las bombas a los “usuarios finales”, como denominan a sus clientes: a otros depósitos, a bases de las Fuerzas Aéreas o a un puerto. Los camioneros obtienen un jugoso suplemento, a menudo el doble de la paga habitual. Se contrata a ciudadanos estadounidenses, que pasan exámenes médicos rigurosos.

A Dale Covington, el alcalde del pueblo de McAlester, no le molesta que los camiones cargados con explosivos tan potentes recorran la autopista cercana a la localidad. “Sin la fábrica, nuestra ciudad no sería nada”, dice. A sus espaldas cuelga un cuadro al óleo, que representa a un vaquero a caballo en la árida llanura. “Si estalla la guerra en algún sitio, el mundo sabrá de nosotros”, dice, siempre pensando en la fama de la ciudad. “No estaría mal que McAlester llegara a ser más conocida”.

Su imagen no es demasiado buena. No hay otra localidad, ni tan siquiera de Texas, en la que se juzgara a más personas el año pasado. La fábrica ha proporcionado a la población un esplendor que no esperaba. “Puede que el resto del país atraviese una crisis económica”, dice el alcalde, “pero a nosotros nos va de maravilla”. Ya se han disipado las protestas por el ruido que provoca la detonación de las bombas defectuosas. Los proyectiles se han hecho ecológicos, y ahora se pueden reciclar al i00%.

Hasta hace muy poco tiempo, alrededor del mediodía se hacían estallar las bombas que no pasaban los controles de calidad, algo que movilizaba a los ecologistas. Ahora, se calientan con vapor, se funden, se extraen, se dejan enfriar y se vuelven a utilizar. Las carcasas vacías se venden al mejor postor. Con frecuencia se reciben ofertas de empresas automovilísticas que quieren fabricar nuevos Toyota o Volvo con antiguos explosivos.

Una locomotora de color rojo vivo arrastra tres vagones de carga amarillos, con la inscripción “United States Army”. Una carretilla elevadora recoge dos bombas recién alquitranadas y las deposita en un mostrador. Una estruendosa máquina lija las carcasas de acero. El ruido es ensordecedor, y todo el mundo lleva protectores para los oídos. En una sala hermética, con iluminación violeta, se les aplica una capa de antioxidante de color gris.

Finalmente, la bomba llega a manos de Ronnie. Es el pintor, que confiere a los proyectiles su inconfundible color verde oliva. Lleva perilla y sonríe. La hace girar sobre su propio eje, armado con una pistola inyectora cargada de pintura caqui. Después se arrodilla para dar un toque amarillo a la punta. A continuación, Ronnie empuja la bomba de i.000 kilos hacia Pam, su mujer, que seca la pintura con un ventilador.

Ronnie y Pam se enamoraron mientras pintaban proyectiles en esta ruidosa sala, entre la pistola inyectora y el ventilador. Sus dos hijos pasan el día en la guardería, con otros 40 niños de trabajadores. “Cuando estamos en casa procuramos hablar de otras cosas”, dice Pam. Es más locuaz que Ronnie. En lugar de las gafas protectoras lleva unas de sol de aspecto desenfadado, y en vez de la boina oficial, se cubre el cabello con una de béisbol.

“Como no puedo ingresar en el Ejército, trabajo aquí”, dice Pam. “Quiero defender a mi país”. Le parecería bien que EEUU atacase pronto a Irak, “no sólo porque de esa forma tendríamos más trabajo”. Explica que se debe detener a toda costa cualquier atentado similar al del ii-S. “Ojo por ojo y diente por diente”.

Los vagones vuelven a cargar las bombas recién pintadas y las transportan hasta la “cocina”. En ella se rellenan con TNT y PBX. Los trabajadores llevan máscaras antigás. Se toman un descanso cada hora y comen caramelos, para disipar en la medida de lo posible el mal sabor de boca que les dejan esas sustancias. Cuando el explosivo fundido se encuentra en estado líquido, se rellenan con él las carcasas. “La masa se mete en el horno”, dice un trabajador. Todo se vuelve a pesar por última vez.

Los proyectiles sin tapa van de la “cocina” al lugar donde se les da el acabado final. Se llenan hasta el borde con una papilla gris de PBX. Después son enviados a un lugar donde una docena de mujeres limpian los restos de explosivo. Por último, les colocan un sello que especifica dónde y cuándo se ha fabricado y qué contiene exactamente. Los trabajadores de McAlester no piensan en ningún momento en que sus productos sirven para matar. “Éste es un trabajo como cualquier otro, aunque mejor pagado”, dice una operaria. “Si pensáramos en las consecuencias nos volveríamos locos”.